Desde esta emisora que escribo, las ondas radiadas llevan una frecuencia variable. Del día en el que uno se encuentre así dependen sus picos y valles, su escarpada subida, su suave ola del mar de fondo o su absoluta pared vertical; así sus vertiginosas caídas o el caer taciturno de quien baja el collado que une pequeñas cimas verdes, aquí desfiladas, allí casi llanas. Las ondas nunca paran de subir y de bajar.
Es este vaivén saltimbanqui el que hace imposible el tedio, el que saca de la imaginación el tan habitualmente conjurado aburrimiento. Lo desconozco. En mi familia sólo lo conocen los niños. Los pobres dependen de sus padres para muchas cosas. Se aburren también por tener una inabarcable ilusión y vivir sólo de ella. Las rutinas son para ellos algo desconocido y jamás honorable. Para quien no hace mucho que dejó la adolescencia el encontrar tareas cotidianas que impregnen de utilidad el día y que hagan crecer el futuro bien vale una misa.
La causa mayor de esta falta de aburrimiento son los vacíos y los amores. Grandes picos y grandes valles. Fértiles y causantes de canas infantiles. Así estamos paridos. ¿Será cierto eso de que el estado sereno se alcanza en la vejez? ¿Le puede decir algún joven a los viejos que eso es un valor importante? Que lo sepan todos los ancianos que medianamente se sientan serenos.
El otro día estuve visitando a un familiar en una residencia de la tercera edad. En el salón del tercer piso, una zona amplia y sin mucho detalle, encontré una conversación deliciosa entre tres mujeres. El alzheimer y la sordera también participaban pero no eran obstáculo para observar la belleza de los que realmente se acompañan, sin más ambición que la compañía. Los cuerpos vivos se alegraban por estarlo, por ver gente joven, por recibir. Su alegría era patente y tan sincera que me hizo pensar que la inocencia se puede recuperar sin llevarse en consecuencia grandes golpes.
Es este vaivén saltimbanqui el que hace imposible el tedio, el que saca de la imaginación el tan habitualmente conjurado aburrimiento. Lo desconozco. En mi familia sólo lo conocen los niños. Los pobres dependen de sus padres para muchas cosas. Se aburren también por tener una inabarcable ilusión y vivir sólo de ella. Las rutinas son para ellos algo desconocido y jamás honorable. Para quien no hace mucho que dejó la adolescencia el encontrar tareas cotidianas que impregnen de utilidad el día y que hagan crecer el futuro bien vale una misa.
La causa mayor de esta falta de aburrimiento son los vacíos y los amores. Grandes picos y grandes valles. Fértiles y causantes de canas infantiles. Así estamos paridos. ¿Será cierto eso de que el estado sereno se alcanza en la vejez? ¿Le puede decir algún joven a los viejos que eso es un valor importante? Que lo sepan todos los ancianos que medianamente se sientan serenos.
El otro día estuve visitando a un familiar en una residencia de la tercera edad. En el salón del tercer piso, una zona amplia y sin mucho detalle, encontré una conversación deliciosa entre tres mujeres. El alzheimer y la sordera también participaban pero no eran obstáculo para observar la belleza de los que realmente se acompañan, sin más ambición que la compañía. Los cuerpos vivos se alegraban por estarlo, por ver gente joven, por recibir. Su alegría era patente y tan sincera que me hizo pensar que la inocencia se puede recuperar sin llevarse en consecuencia grandes golpes.