domingo, 13 de julio de 2008

Regreso a la inocencia

Desde esta emisora que escribo, las ondas radiadas llevan una frecuencia variable. Del día en el que uno se encuentre así dependen sus picos y valles, su escarpada subida, su suave ola del mar de fondo o su absoluta pared vertical; así sus vertiginosas caídas o el caer taciturno de quien baja el collado que une pequeñas cimas verdes, aquí desfiladas, allí casi llanas. Las ondas nunca paran de subir y de bajar.

Es este vaivén saltimbanqui el que hace imposible el tedio, el que saca de la imaginación el tan habitualmente conjurado aburrimiento. Lo desconozco. En mi familia sólo lo conocen los niños. Los pobres dependen de sus padres para muchas cosas. Se aburren también por tener una inabarcable ilusión y vivir sólo de ella. Las rutinas son para ellos algo desconocido y jamás honorable. Para quien no hace mucho que dejó la adolescencia el encontrar tareas cotidianas que impregnen de utilidad el día y que hagan crecer el futuro bien vale una misa.

La causa mayor de esta falta de aburrimiento son los vacíos y los amores. Grandes picos y grandes valles. Fértiles y causantes de canas infantiles. Así estamos paridos. ¿Será cierto eso de que el estado sereno se alcanza en la vejez? ¿Le puede decir algún joven a los viejos que eso es un valor importante? Que lo sepan todos los ancianos que medianamente se sientan serenos.

El otro día estuve visitando a un familiar en una residencia de la tercera edad. En el salón del tercer piso, una zona amplia y sin mucho detalle, encontré una conversación deliciosa entre tres mujeres. El alzheimer y la sordera también participaban pero no eran obstáculo para observar la belleza de los que realmente se acompañan, sin más ambición que la compañía. Los cuerpos vivos se alegraban por estarlo, por ver gente joven, por recibir. Su alegría era patente y tan sincera que me hizo pensar que la inocencia se puede recuperar sin llevarse en consecuencia grandes golpes.

martes, 8 de julio de 2008

Mares interiores

Decir que lo mejor del mundo es lo que se tiene en casa y denostar el resto es ser un pelín paleto y tener cortas las miras, a mi entender. Sin embargo, es constructivo para el alma y es lícito universalmente el destacar lo bueno que se tiene en casa. Hacer de ello un apunte en nuestra rutina cosmopolita nos hace volar con las ilusiones que despiertan los viajes. Esos viajes que llamaba Jamiroquai, travelling without moving.

En los cuadros de Velazquez se vislumbran unos cielos madrileños tremendamente amplios y acogedores. Cielos que siempre encuentro en las ciudades que no tienen mar como Berlín, París o Roma. En estos sitios, la gente tiene la misma necesidad de volcar sus ilusiones en el paisaje como le ocurre a los habitantes de los lugares costeros. El cielo no es un paisaje inmune a lo que desde abajo le impregna el aire de los que lo insuflan. Se mantiene en vivo sólo por esos humildes seres que lo respiran. Pienso que el cielo de Madrid es el mar que nos rodea y a donde tantos vecinos vuelcan en los atardeceres y en las madrugadas las ilusiones robadas, las ausencias y también, como no, los grandes sueños y los planes por llegar, los seres que comparten con algunos sus sueños sin su cuerpo, los echares de menos, los posibles y futuribles, los propósitos de gran calado y a los ángeles que nos ayudan a soñar y a vivir con sueño.

En esta ciudad en verano hace un calor pesado en los ratos de ocio y las piscinas municipales son discotecas acuáticas de moda con todo tipo de especies. Un mundo demasiado social a mi entender. Estoy descubriendo cada verano lo impresionante que puede ser hacer una excursión a los mares interiores que nos rodean.

Nadar en agua dulce, saltando de una costa llena de arbustos de hermosa fragancia y afilada piedra es una sensación totalmente caribeña con un mesetario-style. El agua no tiene fondo o se prefiere ignorar porque todo el mundo desconoce lo que oculta y es demasiado complejo para investigarlo. El misterio de las profundidades del pantano siempre llama a no permanecer mucho tiempo en remojo. La gente se aparta poco de la orilla. La sensación de refresco es inigualable y si uno se lleva vino y queso y demás surtido, puede resultar el día propio de quien se olvida humano.

Una única pega le pongo a toda esta propuesta celeste: el atasco de vuelta. Pero hombre, no íbamos a olvidarnos de que venimos de la ciudad. De sus humos oscuros y de la obligación de hacernos un mundo propio capaz de soportar estas ligeras tensiones tediosas como la del embotellamiento. Que sea sólo para disfrutar el día.